Tras aquellos dos días tan atareados, Miley tendría
que haber entrado en estado de coma. Y, sin embargo, contemplaba con los ojos
abiertos de par en par el techo alto de su elegante dormitorio. Molly había
conseguido dormirse por fin hacía una hora. Ocuparse de una niña de un año tan
difícil era a la vez gratificante y agotador. En las pocas ocasiones en las que
Molly sonreía, era como si el sol se hubiera asomado por fin tras una nube.
Miley sentía que estaba haciendo progresos en
su trabajo, pero estaba preocupada por Molly y Nicholas. Había intentado sin
éxito animar a Nicholas para que pasara más tiempo con su hija. Él había hecho
amagos, pero en cuanto la niña se ponía a llorar, como siempre hacía, se daba
la vuelta. Miley no sabía cómo conseguir acercarlos. Si Molly seguía llorando y
Nicholas seguía huyendo, temía que nunca llegaran a desarrollar la relación
cálida y cariñosa que podrían tener.
La misma relación cálida y cariñosa que Miley hubiera tenido con su padre si éste viviera. El recuerdo de la muerte de su
padre le provocó una punzada de dolor que creía más o menos superado.
Abandonando cualquier esperanza de dormirse, Miley se levantó de la cama y se puso la bata. Bostezó, se calzó las zapatillas
de conejitos rosas y se dirigió a la cocina para prepararse un descafeinado. Al
pasar ante la puerta del cuarto de Molly, se dio cuenta de que estaba
entreabierta.
La empujó con curiosidad y vio a Nicholas al
lado de la cuna de su hija. Iba vestido con un traje de lana oscura que se
había puesto por la mañana y con el que había asistido aquella noche a la gala
benéfica. Se había aflojado la corbata y estaba totalmente concentrado en la
visión de su hija dormida.
-Te pillé -susurró Miley, enternecida al observar
el gesto amoroso que Nicholas tenía dibujado en el rostro.
-Eso parece -respondió él girándose levemente
para mirarla con una media sonrisa.
-¿Has visto como ahora no llora? -bromeó Miley acercándose a la cuna.
-Toda su vida ha cambiado por completo de la
noche a la mañana. Yo no quiero confundirla más, así que todas las noches vengo
a verla cuando está dormida —confesó Nicholas mirando de nuevo a su hija-. Tal
vez se acostumbre a mi presencia por medio de la osmosis, o algo parecido.
-Quizá podrías probar a dejarle algo tuyo en
la cuna -sugirió Miley-. Algo que lleves pegado a la piel. Algo que huela a ti.
-¿Los calcetines? -bromeó él.
-No -contestó ella con una mueca burlona-. Se
trata de conseguir que se acerque a ti, no que salga corriendo... Tal vez la
camiseta -aventuró.
Nicholas permaneció completamente inmóvil
durante largo rato.
-De acuerdo -dijo finalmente asintiendo con la
cabeza.
Entonces se quitó la chaqueta y empezó a desabrocharse
la camisa.
-Toma, sujétame esto -dijo tendiéndole a Miley la americana.
-Oye, no hace falta que... -comenzó a decir
ella con la boca abierta.
Pero Nicholas no la dejó terminar. Miley se
quedó sin palabras cuando le pasó también la camisa y se quitó la camiseta de
un solo movimiento. Ella no pudo hacer otra cosa más que quedarse mirando
embobada aquel musculoso pecho desnudo. Un sendero de pelo suave y oscuro le
recorría el centro del torso y el abdomen para desaparecer bajo la cinturilla
de los pantalones negros. Nicholas colocó con cuidado la camiseta al lado de
Molly, y los músculos se le tensaron con aquel movimiento.
-¿Alguna otra sugerencia? -preguntó volviéndose
hacia ella.
Miley pensó que no se le ocurría ninguna que no
la pusiera en peligro de sufrir un ataque al corazón.
-Tendrás la oportunidad de estar con ella a
solas mañana por la noche -aseguró tras aclararse la garganta.
-¿Mañana por la noche? -repitió Nicholas con
la alarma reflejada en los ojos-. No te irás a marchar, ¿verdad?
-Por supuesto que no -susurró Miley para no despertar a
Molly-.Pero mañana es mi noche libre.
-¿Y qué hago con ella? -preguntó él con angustia
tras unos instantes.
El corazón de Miley se enterneció con una mezcla
de compasión y admiración. Nicholas Barone era un hombre increíblemente
poderoso, pero estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario por la hija cuya
existencia ignoraba hasta hacía dos semanas.
-Léele. Préstale atención. Las mujeres son
iguales a cualquier edad. Les encanta que les presten atención. Les encanta que
las conquisten. Les encanta que las hagan reír.
Al decir aquello, Miley se dio cuenta de que estaba
tan cerca de él que podía observar el nacimiento de la barba en su mandíbula.
De pronto, se sintió algo aturdida.
-Las mujeres son iguales a cualquier edad -repitió
Nicholas recorriéndola con la mirada con curiosidad-. ¿Y qué es lo que le
encanta a Miley? ¿Que la conquisten y que la hagan reír?
Miley tendría que estar imaginándose la intensidad
de aquella mirada, porque estaba segura de que él no podría mirarla del modo en
que los hombres miran a las mujeres que encuentran deseables.
Bajó la vista para aclararse la mente, y la
clavó en sus calzados respectivos. Él llevaba zapatos italianos, y ella,
zapatillas rosas con conejitos. Dio un paso atrás.
-A Miley le encantaría tomarse una infusión. Te
dejaré a solas con tu hija. Y no te preocupes por lo de mañana. Te dejaré
preparados sus libros favoritos, y, si eso no funciona, siempre puedes
inventarte un cuento. Buenas noches, Nicholas -concluyó retrocediendo otro
paso.
-Miley -susurró él cuando ella se giró.
-¿Sí?
-preguntó Miley dándose la vuelta.
-Unas zapatillas preciosas.
Sintió que las mejillas se le sonrojaban ante
el tono burlonamente sensual de su voz. Su voz era tan sensual que seguramente
podría leer el Wall Street Journal y las mujeres le rogarían que las llevara a
la cama. Miley sofocó un gemido. Definitivamente, tenía que asegurarse de no
volver a coincidir con Nicholas a esas horas de la noche. Una mujer necesitaba
utilizar todas sus facultades y toda su fuerza de voluntad para luchar contra el
impacto de aquel hombre.
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