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sábado, 24 de marzo de 2012

EL PLAYBOY ENAMORADO: Capitulo 3


Tras aquellos dos días tan atareados, Miley ten­dría que haber entrado en estado de coma. Y, sin embargo, contemplaba con los ojos abiertos de par en par el techo alto de su elegante dormito­rio. Molly había conseguido dormirse por fin ha­cía una hora. Ocuparse de una niña de un año tan difícil era a la vez gratificante y agotador. En las pocas ocasiones en las que Molly sonreía, era como si el sol se hubiera asomado por fin tras una nube.
Miley sentía que estaba haciendo progresos en su trabajo, pero estaba preocupada por Molly y Nicholas. Había intentado sin éxito animar a Ni­cholas para que pasara más tiempo con su hija. Él había hecho amagos, pero en cuanto la niña se ponía a llorar, como siempre hacía, se daba la vuelta. Miley no sabía cómo conseguir acercarlos. Si Molly seguía llorando y Nicholas seguía hu­yendo, temía que nunca llegaran a desarrollar la relación cálida y cariñosa que podrían tener.
La misma relación cálida y cariñosa que Miley hubiera tenido con su padre si éste viviera. El re­cuerdo de la muerte de su padre le provocó una punzada de dolor que creía más o menos supe­rado.
Abandonando cualquier esperanza de dor­mirse, Miley se levantó de la cama y se puso la bata. Bostezó, se calzó las zapatillas de conejitos rosas y se dirigió a la cocina para prepararse un descafeinado. Al pasar ante la puerta del cuarto de Molly, se dio cuenta de que estaba entreabierta.
La empujó con curiosidad y vio a Nicholas al lado de la cuna de su hija. Iba vestido con un traje de lana oscura que se había puesto por la mañana y con el que había asistido aquella no­che a la gala benéfica. Se había aflojado la cor­bata y estaba totalmente concentrado en la visión de su hija dormida.
-Te pillé -susurró Miley, enternecida al obser­var el gesto amoroso que Nicholas tenía dibujado en el rostro.
-Eso parece -respondió él girándose leve­mente para mirarla con una media sonrisa.
-¿Has visto como ahora no llora? -bromeó Miley acercándose a la cuna.
-Toda su vida ha cambiado por completo de la noche a la mañana. Yo no quiero confundirla más, así que todas las noches vengo a verla cuando está dormida —confesó Nicholas mirando de nuevo a su hija-. Tal vez se acostumbre a mi pre­sencia por medio de la osmosis, o algo parecido.
-Quizá podrías probar a dejarle algo tuyo en la cuna -sugirió Miley-. Algo que lleves pegado a la piel. Algo que huela a ti.
-¿Los calcetines? -bromeó él.
-No -contestó ella con una mueca burlona-. Se trata de conseguir que se acerque a ti, no que salga corriendo... Tal vez la camiseta -aventuró.
Nicholas permaneció completamente inmóvil durante largo rato.
-De acuerdo -dijo finalmente asintiendo con la cabeza.
Entonces se quitó la chaqueta y empezó a de­sabrocharse la camisa.
-Toma, sujétame esto -dijo tendiéndole a Miley la americana.
-Oye, no hace falta que... -comenzó a decir ella con la boca abierta.
Pero Nicholas no la dejó terminar. Miley se quedó sin palabras cuando le pasó también la ca­misa y se quitó la camiseta de un solo movi­miento. Ella no pudo hacer otra cosa más que quedarse mirando embobada aquel musculoso pecho desnudo. Un sendero de pelo suave y os­curo le recorría el centro del torso y el abdomen para desaparecer bajo la cinturilla de los pantalo­nes negros. Nicholas colocó con cuidado la cami­seta al lado de Molly, y los músculos se le tensa­ron con aquel movimiento.
-¿Alguna otra sugerencia? -preguntó volvién­dose hacia ella.
Miley pensó que no se le ocurría ninguna que no la pusiera en peligro de sufrir un ataque al co­razón.
-Tendrás la oportunidad de estar con ella a solas mañana por la noche -aseguró tras acla­rarse la garganta.
-¿Mañana por la noche? -repitió Nicholas con la alarma reflejada en los ojos-. No te irás a mar­char, ¿verdad?
-Por supuesto que no -susurró Miley para no despertar a Molly-.Pero mañana es mi noche li­bre.
-¿Y qué hago con ella? -preguntó él con an­gustia tras unos instantes.
El corazón de Miley se enterneció con una mez­cla de compasión y admiración. Nicholas Barone era un hombre increíblemente poderoso, pero estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario por la hija cuya existencia ignoraba hasta hacía dos semanas.
-Léele. Préstale atención. Las mujeres son iguales a cualquier edad. Les encanta que les presten atención. Les encanta que las conquis­ten. Les encanta que las hagan reír.
Al decir aquello, Miley se dio cuenta de que es­taba tan cerca de él que podía observar el naci­miento de la barba en su mandíbula. De pronto, se sintió algo aturdida.
-Las mujeres son iguales a cualquier edad -re­pitió Nicholas recorriéndola con la mirada con curiosidad-. ¿Y qué es lo que le encanta a Miley? ¿Que la conquisten y que la hagan reír?
Miley tendría que estar imaginándose la inten­sidad de aquella mirada, porque estaba segura de que él no podría mirarla del modo en que los hombres miran a las mujeres que encuentran de­seables.
Bajó la vista para aclararse la mente, y la clavó en sus calzados respectivos. Él llevaba zapatos ita­lianos, y ella, zapatillas rosas con conejitos. Dio un paso atrás.
-A Miley le encantaría tomarse una infusión. Te dejaré a solas con tu hija. Y no te preocupes por lo de mañana. Te dejaré preparados sus libros favoritos, y, si eso no funciona, siempre puedes inventarte un cuento. Buenas noches, Nicholas -concluyó retrocediendo otro paso.
-Miley -susurró él cuando ella se giró.
-¿Sí? -preguntó Miley dándose la vuelta.
-Unas zapatillas preciosas.
Sintió que las mejillas se le sonrojaban ante el tono burlonamente sensual de su voz. Su voz era tan sensual que seguramente podría leer el Wall Street Journal y las mujeres le rogarían que las lle­vara a la cama. Miley sofocó un gemido. Definitiva­mente, tenía que asegurarse de no volver a coin­cidir con Nicholas a esas horas de la noche. Una mujer necesitaba utilizar todas sus facultades y toda su fuerza de voluntad para luchar contra el impacto de aquel hombre.


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